Como dijo sabiamente el poeta inglés Lord Byron: “El vino consuela a los tristes, rejuvenece a los viejos, inspira a los jóvenes y alivia a los deprimidos del peso de sus preocupaciones”. Y es que, en aras de aclarar la mente confusa de aquella persona que lo necesite, un buen vino suele ser la solución; pero, ¿cualquier vino? Aquí es donde entra en escena la experiencia de la vida, la cultura popular que se ha movido a través de generaciones desde que el vino es vino, fuente de conocimiento.
Se sabe que, en términos generales, cualquier persona a cualquier edad podría saber apreciar todo tipo de vinos independientemente de su etapa o su cultura vinícola. Aunque, como la vida misma, el vino habla de experiencia, de momentos pasados que se concentran en el presente para darle un matiz propio a cada vivencia. Es por ello por lo que, a lo largo del tiempo, se ha vinculado de tal manera al vino con el ser humano, y sus gustos con respecto a la gastronomía se han refinado y diferenciado según su edad, su sexo o su personalidad.
La experiencia y sus matices
Una persona joven enfrenta la vida como un explorador ante tierras que nunca antes han sido pisadas: con los cinco sentidos en un estado de alerta máximo. Es esa fuerza, ese dinamismo y ese punto de pequeña locura joven el que acompaña al gusto por el vino ligero, suave, con toques ácidos y poca edad.
Conforme la vida se sucede, las experiencias nos atraviesan una tras otra. A veces para bien, a veces para mal; pero siempre aprendemos, y poco a poco la juventud deja paso a la responsabilidad, encarando nuestro futuro. Entonces, a los matices ligeros y suaves se les pide de igual manera que reposen sus ideas en barrica. Llegan los vinos denominados del año, aquellos que empiezan a aprender.
El tiempo pasa para todos de igual manera, y lo que antes te encantaba ahora puede parecerte insuficiente, pues tus gustos, tus apreciaciones, tus experiencias se amplían y modifican. Los vinos de crianza pasan a ser una opción más seria, diferenciándose en cuerpo, textura y sabores reposados con conocimiento.
Llegamos entonces al cenit de la vida, ese momento en el que alcanzamos, hablando de forma general, la mitad de nuestra experiencia. Nuestra adultez, el equilibrio perfecto entre lo aprendido y disfrutado en nuestra juventud y los gustos madurados que nos forjan como adulto. Se buscan entonces los vinos sabios, aquellos que se han criado tras años de reposo en matices de roble o resguardados tras el vidrio de una botella. Se exige la misma experiencia.
Pensamos en la vejez como un estado en el que cuerpo y mente decae con rapidez y nos negamos a verla como el resultado de toda una vida de conocimiento y sabiduría. Una botella antigua que guarda en su interior un sabor que va más allá del tiempo y del espacio. Sus gustos se tornan conforme su experiencia, vinos de gran reserva con sabores y texturas que sorprenden al paladar más exquisito: la experiencia.
El vino es vida y la vida, compartida, sabe mucho mejor.
Sin comentarios